quarta-feira, 15 de setembro de 2010

As companhias e as salas próprias (Buenos Aires, ARG)


El último sueño, el de la sala propia


El fenómeno creciente de las casas que son utilizadas como teatros. Funcionan en Balvanera, La Boca, Palermo y Colegiales, entre otros barrios. Representan “el off del off” y proponen un vínculo diferente con el espectador. Claro que “el teatro alternativo no es un problema de edificios”, como dice el pionero Ricardo Bartís.

Se definen como “el off del off” y tienen una presencia creciente en el mapa teatral de la ciudad: son casas que por las noches abren sus puertas convirtiéndose en salas teatrales. En algunos casos, sus inquilinos viven allí. Instaladas en los barrios, lejos de la calle Corrientes, muchas se encaminan a generar vínculos menos endebles con sus pocos espectadores, quienes tocan timbre y son recibidos de manera personalizada, e incluso convidados con una copa de vino. ¿Por qué hay quienes se atreven a tirar abajo alguna pared para recibir huéspedes-espectadores? ¿Necesidad? ¿Moda? El germen de estas experiencias se ubica en los ’70, pero el comienzo del nuevo siglo y el empuje de jóvenes creadores les otorgan nuevos motivos. Y una notable dimensión, sobre todo en los últimos cinco años.

Ejemplos de la talla de Timbre 4, la sala que instaló Claudio Tolcachir en su anterior casa en el barrio de Boedo y que debió ser ampliada por su gran aceptación dan cuenta de que estas experiencias pueden ser englobadas como tendencia. Y lo curioso de las tendencias es siempre su intrínseco efecto contagio. La lista es extensa: Silencio de Negras (Balvanera), Sala Escalada (Villa Crespo), Querida Elena Sencillas Artes (La Boca), Bravard (Caballito) y La Llorona (Virrey Arredondo 3178, Colegiales) son algunos de los lugares de reciente aparición. Lo cierto es que si se rastrea más exhaustivamente el mapa porteño, pronto se comprende que el marco de la tendencia es más amplio que el teatro en espacios domésticos. El caso del director Lisandro Rodríguez es paradigmático: seis años atrás rompió una pared de la casa que alquilaba para dar vida al primer Elefante Teatro –el ciclo Suiza, de la trasnoche de los sábados, es bien recordado–, que ahora funciona en una vieja ferretería (Soler 3964).

De manera que la primera conclusión, que confirmarán los artistas consultados por Página/12, es que la tendencia deriva del sueño de la sala propia, y no tanto de la casa-sala propia. Pero “el teatro alternativo no es un problema de edificios”, sentencia Ricardo Bartís, pionero de esta movida cuando se despedían los ’70. Por eso, lo interesante es ver qué subyace detrás de esta modalidad que en algún momento fue ruptura y ahora llegó para quedarse. “Necesitábamos un espacio para manejarnos como queríamos”, afirma Bárbara Francisco, directora de Nude Bronze en La Llorona (Virrey Arredondo 3178). Los domingos a las 18.30 su hogar –que los seis días restantes es nada más que eso– se transforma en un teatro para dieciocho espectadores. Por su parte, Alberto Ajaka, dueño de Sala Escalada (Remedios de Escalada de San Martín 332), cuenta que en 2008 hizo un doblete, porque buscó lugar donde vivir y hacer teatro simultáneamente. La razón: hacer las cosas a su antojo.

Por motivos de lo más concretos, claramente económicos, ese hacer las cosas como viene en gana sucede en casas. Los teatreros sacan cuentas y en lugar de gastar en horas de ensayo en salas ajenas les conviene tener la suya propia. Y así, hacerlo con más libertad. Esa es la raíz del asunto, lo otro viene después: el encuentro más cercano con los espectadores es deseado, pero ocurre por decantación. “Estos lugares podrían ser como las canchas de paddle en los ‘90”, compara Lisandro Rodríguez. “En un momento, hubo una explosión de gente queriendo hacer teatro. Y se saturó todo.” El quid de la cuestión, al menos para comprenderla desde la actualidad, es que detrás de aquel capricho de hacer las cosas como plazca subyace una reformulación respecto de las condiciones de producción del teatro independiente. “Las nuestras no son las mismas que las de salas alternativas”, afirma Ajaka.

¿Pero cómo? ¿Acaso las de ellos no son salas alternativas? “Hay un off instalado, que tiene su ruta –continúa el director–. Hay otros espacios donde las características de producción no son tan rígidas. A diferencia del primero, no reciben subsidios, por eso no tienen que hacer la cantidad de funciones anuales que pide la ley. El off del off está sostenido por un grupo de personas que producen teatro. Muchas salas alternativas son manejadas por pequeños empresarios teatrales. Eso obliga a una programación establecida y a su renovación, porque tienen un público cautivo de sala, aunque pequeño. En las salas off del off el espectáculo se monta el tiempo que haga falta. Las off te levantan el espectáculo, por más que te vaya bien.”

Históricamente, el plus del teatro independiente frente al comercial fue la posibilidad de una experimentación más profunda. La visión de quienes hacen teatro en casas es que los requisitos de las salas independientes atentan contra eso. Por eso proliferan también estos espacios, porque allí no hay quien maneje los hilos del tiempo ni del espacio, variables preciadas si de experimentar se trata. “El teatro es un arte vivo, no es fijo y quieto como el cine. Se modifica y se crea continuamente”, subraya Francisco. “Por eso el tiempo le juega a favor: implica más pasadas, poder vivir más los personajes.” La otra variable es el espacio: se trata de un teatro en el que, por razones obvias, actuación y paredes están más familiarizadas. “En mi sala tengo una cantidad enorme de posibilidades –comenta Ajaka, orgulloso–. Una obra para tres personas en el baño, para ocho en la cocina o una que empiece en la puerta del teatro.”

En relación con la actualidad, la mirada de Bartís coincide con la de quienes recién se embarcan en el teatro doméstico. “Lo alternativo no existe más en la medida en que el Estado lo rige a través de Proteatro, porque empieza a tener una mirada sobre esos espacios. Y eso se vincula a su legalidad, dentro del campo municipal. Hay demandas y pedidos (cantidad de funciones y espectadores) que los espacios trasladan a los grupos. Y se produce un desencuentro, porque los grupos suelen ser circunstanciales”, analiza. E insiste en que los motivos de hoy, con “la realidad del teatro independiente ya institucionalizada”, son distintos a los que originaron esta modalidad.

–¿Y cuáles fueron esos motivos?

Ricardo Bartís: –No parecerse a nada. No podíamos acceder a las salas existentes, tampoco nos interesaba. Como consecuencia aparecía la posibilidad de trabajar con cantidades reducidas de público, en sótanos, casas chorizo y galpones. Pero fue una revolución en el mundo, no en la Argentina: la conciencia de que no había que esperar ni aceptar la herencia, lo tradicional y lo conservador.

El espacio fue eso, apenas una consecuencia. El director del Sportivo Teatral (Thames 1426) recuerda a los protagonistas de este movimiento, “Cristina Banegas, Alberto Ure y Lorenzo Quinteros”, así como también a algunos de sus epicentros, Cemento y el Parakultural. “La idea era fundar un lenguaje. Eso es lo más importante. Aparecían dinámicas que dinamitaban la sala a la italiana con acomodadores y tenían un formato temporal con herramientas distintas: el sketch y el monólogo determinaban otro tiempo de duración de los espectáculos. También obtuvieron ubicaciones más poéticas los roles de la escritura, la dirección y la actuación.”

El desafío del teatro de quienes montan sus obras en casas pasa, desde el punto de vista de Bartís, por encontrar su lenguaje. Sobre todo, porque “los espacios no son proveedores ni desarrollan una hipótesis en ese sentido”, explica. Desde el vamos, pensar al teatro en dictadura y en democracia supone una distancia abismal. “Pero no es sólo que no se podía mostrar el contenido de lo que hacíamos, porque si no volvemos a la creencia de que lo revolucionario es lo que se dice. Es una cuestión de lenguaje. El teatro alternativo es un intento de no trabajar: de no hacer lo que se debe. Lo que es interesante es la fuerza que fractura, la pedrada que rompe el espejo.”

Un hueco, dirigida por Juan Pablo Gómez, tiene lugar en el vestuario del Club Estrella de Maldonado (Juan B. Justo 1439), de Palermo. Los gritos de la cancha se cuelan en la sala y quienes llegan se topan con don Carlos, el tipo que reparte choripanes. Al hablar de lenguajes y espacios, Bartís pone a esta obra como ejemplo de aquello que plantea: el hallazgo de un lenguaje más allá de la cuestión espacial. Quizá la clave esté precisamente ahí, en el aprovechamiento del espacio por parte de los actores para engendrar una atmósfera asfixiante, de la que sólo participan veinte espectadores. Pero, más allá de eso, si Un hueco merece mención aquí es porque propone otra vuelta de tuerca a la “explosión de obras y salas” que también detectó Gómez. La obra surgió de improvisaciones en pasillos y baños, por eso sabía que a la hora de buscar un lugar debía ser chico. Los motivos se fusionaron, entonces el director salió, carpeta en mano, a recorrer treinta clubes barriales junto con el elenco.

“La gente de los clubes tiene un lenguaje distinto. No era un valor agregado para ellos hacer un evento cultural acá. Hubo que venderlo bastante”, cuenta Gómez. Y continúa: “Lo que decíamos era igual a cero. Y nos ofrecían el escenario o el salón de actos. Les decíamos que era una obra para adultos los fines de semana pero no entendían. O desconfiaban cuando les decíamos que queríamos pasar al vestuario”. Sin embargo, el tiempo fue modificando las cosas. Fue de una manera extraña que la obra se relacionó con el club. Sólo un miembro de la comisión directiva fue a verla, cuenta Gómez. Sin embargo, al poco tiempo, ya tenía la llave del vestuario para ensayar. Y para colmo, gratis. “Como ven que somos serios nos tienen mucho respeto. Hay una especie de dicotomía endogámica respecto de quién entiende y quién no: el tipo con el que tramito las funciones es el parrillero del club y nos re quiere, en cambio en las salas uno siente menoscabado el trabajo propio.”

Las casas-teatro surgen como respuesta a unas condiciones de producción existentes. En los ’70, el espacio era un aspecto periférico, lo que se buscaba era estético. Ecuación que se invierte en la actualidad, porque, para los artistas, contar con su propio espacio es condición para la creación. En estas casas-teatro los artistas exploran sin límites, montan sus propias creaciones y se convierten en curadores. “Me gusta que alguien venga y se curta la fecha”, grafica Ajaka. “No pido carpeta, porque no puedo juzgar si una obra me gusta o no”, cuenta Rodríguez. Sólo pide que quienes se acerquen conozcan realmente el lugar.

Si estos espacios están dando vida a nuevos lenguajes es algo que podrá responder el tiempo, porque las nuevas formas suelen verse retrospectivamente. Sí se mantiene a lo largo de las épocas el espíritu de la relación con el espectador, más cercana e íntima, efecto deseado aunque no buscado. Según Rodríguez, en este caso los espectadores son visitas. “Entonces, uno trata de tener todo ordenado.”

• María Daniela Yaccar

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