quarta-feira, 7 de abril de 2010

Colômbia: um mapa teatral, por Leni González


Una especialidad única del mapa teatral colombiano

por  Leni González


La gran novedad que la compañía adentro producciones presentó en el XII Festival Iberoamericano de Teatro de Bogotá. Un insólito espectáculo de títeres porno convocó al propio vicepresidente y logró destacarse en el marco del encuentro que hoy culmina. La idea, cuentan sus creadores, fue inspirada en un show del restaurante argentino Te Mataré Ramírez.

Cuatro títeres de goma espuma de poco más de medio metro entran perfectos en una valija. Viajan desnudos, acostados, promiscuos, revolcados los unos sobre las otras, los penes gigantes apretujados sobre tetas redondas, las largas pestañas haciendo cosquillas a los clítoris y las bocas tragándose culitos de manzana. No conocen el rubor y su naturaleza es la impudicia. Recién llegados de Medellín a Bogotá, saltaron del avión a los buses y pasaron por multitud de manos no avisadas.

Preocupadas por la turgencia eréctil, sus permisivas madres los alzan en brazos, los acunan, les dan golpecitos en la espalda y los dejan descansar panza arriba sobre la mesa. Esta noche hay función y el grupo Adentro Producciones prepara su show de títeres porno para debutar en Casa Ensamble, uno de los lugares habilitados por el Festival Iberoamericano de Teatro, a unos veinte dólares la entrada, casi el doble de lo que pagan por ellos en su cálido valle de café entre montañas.

Cuatro hombres jóvenes, morochos, de pelo muy corto y, en apariencia, fuertes debajo de sus trajes oscuros entran a la sala y observan la disposición de las seis filas de sillas de plástico alineadas frente al escenario, apenas una tarima de tablones tapizados de rojo con un renegrido telón de fondo que delimita la zona de la actuación de la de camarines, equipajes, utilería, escobas y trapos de piso. El espacio es íntimo a la fuerza, y se accede a él por una escalera de metal no apta para obesos, cubierta de lucecitas y cortinas de flecos. Imposible no verse ni huir al paneo de curiosos.

Los cuatro tipos van acompañados por la encargada de la sala y uno de ellos, el primus inter pares de la misión, aprueba los asientos asignados mientras el resto, a los que mi mamá no invitaría a tomar el té, espía los desnudos proyectados en una pantalla. Alrededor de las 19.40 del último viernes de marzo, veinte minutos antes del horario de la función pero, como dicta la inflexible costumbre local, a una hora real del inicio, con la insinuación rítmica de la llovizna sobre el techo de chapa, un papel pegado a cinco sillas centrales advertirá que están reservadas. “No puedo decirle quién viene –dice el jefe, con una sonrisa escoltada por ojos fijos–. No, no, es por seguridad, es alguien muy importante. Ya se va a enterar”.



“Ahí viene, es el de gafas”, me dice la señora sentada a mi derecha, en la segunda hilera. Minutos antes me había contado que el inminente y extraño visitante era Francisco Santos, el vicepresidente de Colombia y compañero de fórmula de Álvaro Uribe desde 2002, reelecto en 2006 y a pocos meses de terminar su mandato. Si estuviéramos en la Argentina, daría el tono de abogado de la UCR, de traje pero sin corbata, mezcla de Ricky Gervais y Robin Williams con sobrepeso. Una mujer ni joven ni rubia, ni encorsetada, que dirá ser sólo una amiga, lo acompaña y se sienta a su lado. Atrás, el capo de seguridad sonríe como si mirara jugar gatitos.

“El porno está siempre intentando mostrarte lo mismo de maneras distintas”, dice Simón Posada, autor del libro Días de porno, una arqueología de la industria del sexo en Colombia que le permitió concluir que Medellín, además de la cocaína, secuestros y aguardiente, era la cuna de la pornografía. Por los años setenta, un ignoto Edgar Escobar, encargado de la prensa de Pablo pero sin ningún parentesco con el fallecido rey del narcotráfico, fue el primero en filmar películas triple X.

Un tiempo después, el actor, productor y director casero conocido entre los paisas (así se llama a la gente de la región) como Michael Spring Danger, alquilaba sus propios videos a quien quisiera verlo. Y hoy, en la segunda ciudad más importante del país, surgen los máximos cineastas porno, incluida la joven Andrea García, una descendiente posible e imaginable de Débora Arango, la primera artista plástica en pintar desnudos y exponerlos ante la pacata sociedad antioqueña.

Qué tendrá Medellín, aclamada por sus bellas mujeres obsesionadas con ir al paraíso con siliconas y famosa por la potencia de sus varones, abocados a impulsar negocios millonarios y prohibidos con métodos convincentes. Para Posada y para los integrantes de Adentro, los títeres porno representan una respuesta humorística a una sociedad machista y conservadora, una manera de derretir el doble discurso con el material que se tiene a mano. Si la pornografía a secas tiene como función la masturbación solitaria, estos muñecos cachondos se inspiran en “la imaginación pornográfica” –Susan Sontag dixit– para hacer de la risa nerviosa del público un arma de oposición.

“Acá lo porno pasa a segundo plano porque lo que se busca es la parodia”, dice John Viana, otro de los manipuladores. Ninguno es titiritero ni jamás había soñado con entregarle su voz a un muppet. Pero cuando la actriz Girlenny Carvajal volvió de Buenos Aires con el dato de los títeres hot presentados por el grupo 69 A la Cabeza, en el restaurante palermitano Te Mataré Ramírez, quiso llevarlo “caigaquiencaiga” a su ciudad, segura de que daba en la tecla del efecto por la diferencia. Y se puso a convencer actores, amigos de amigos y allegados un poco curiosos y muy necesitados de un ingreso extra.

Hija de una modista, desde chiquita a la pelirroja le gustaba coserle ropita a sus ositos por lo que pudo abrochar la triple alianza del arte, el taller y el negocio. Solita frente a bloques de gomaespuma, como una divinidad del Popol-Vuh moldeando los primeros cuatro hombres de maíz, Carvajal empezó a tallarlos, a darles formas humanas, a esculpir venas y protuberancias en los genitales, a afinar las cinturas de avispa y rellenar pechos descomunales. Treinta y dos horas para cada uno, ciento veintiocho para los cuatro, llevó la creación en damero de una pareja de negros y otra de blancos. Pero para reproducir vida, aunque fuera arriba del escenario, necesitaba a otros.

“Yo les presto mis gestos y mis palabras, ellos me prestan el cuerpo, les doy existencia como a un avatar”, dice Carlos Pérez, que vio la película de James Cameron y es la pluma del grupo Adentro, el encargado de poner por escrito las situaciones cotidianas que transitan estos títeres, imaginando diversas combinaciones pero con la ventaja de que el final será siempre con gemidos.

“Sisisisis, asíasí, querico, estachevere, wonderful, ayayay”: Maribel Arango ensaya observada por dos empleadas de limpieza que detuvieron sus escobas al escucharla. Egresada de la ya desaparecida Escuela Popular de Artes de Medellín, dejó a su bebé de dos meses en el hotel con una tía provista de mamaderas llenas gracias al sacaleche. “¿Y quién dijo –pregunta– que no se puede ser profundo haciendo títeres?”



Como todo el mundo sabe, el amor –es decir, el sexo– entre humanos y muñecos es posible. La actriz Zuly Ochoa está muy enamorada del a juzgar muy potente Manolo, un títere colombiano que se cree español y que la somete atrás y adelante sobre la mesa después de que ella, rubia, alta, apretada en negro, baile sólo para él. Los varones, en cambio, aullarán con Brigitte, la reina del striptease y los divorcios. Es que nadie puede dejar de hacerlo: ni Manolo con un burro; ni dos obreros en la hora del almuerzo; ni la empleada doméstica Gladys con la señora Susi, preocupada porque el marido no la toca; ni tampoco Mario con la prima Esmeralda, enterada de sus dotes viriles.

Este cuadro fue el único que sufrió algo parecido a la censura porque, en versión original, se trataba de madre e hijo, pero las quejas del público y la presión de los dueños de las salas llevaron a alivianar el parentesco. Para los de Adentro Producciones, toda unión es bienvenida si media el preservativo, que nunca olvidan calzarles a los muñecos, y siempre que sea libre y a salvo de abuso y violencia.

¿Qué tipo de cosquillas habrá sentido el vicepresidente cuando los machazos trabajadores se intercambiaban felices felaciones? Como el centenar de espectadores presentes, Santos se rió con ganas, pero al finalizar el show dijo estar allí porque era el teatro más cercano, el horario le venía bien, necesitaba disolver presiones y porque en definitiva, señoras y señores, hay que reconocer que “espectáculos así te dejan, no sé, desnudo, te enfrentan a tus propias contradicciones, te muestran nuestras partes más íntimas. Es fuerte, muy fuerte, pero debemos dejar de ser hipócritas como sociedad”.

No sabemos cómo seguirá la noche oficial. Para los títeres, será volver a su valija y descansar de tantas orgías hasta la próxima función. Para actores y actrices, desarmar, guardar, sacarse el maquillaje, correr a dar la teta o ir de rumba a la Carpa Cabaret, el lugar donde se extingue el Festival cada jornada. Ninguno de los protagonistas queda excitado después de tanta acción, aunque no se descarta la posibilidad de que alguien del público haya involucrado sus hormonas y pase a otras instancias como manotear el olvidado bulto del marido o hacer ofertas para llevarse a casa a Brigitte.

Rodeado de unos cuatro o cinco pares de ojos y oídos, Santos fuma un cigarrillo en la puerta. Fiel a la cortesía colombiana, asume su rol de anfitrión latinoamericano frente a la escasez endémica de taxis y ordena a uno de sus ayudantes que consiga un carro para llevarme hasta el hotel. Confundida por el gesto, aunque agradecida por mi cansancio, nos saludamos otra vez hasta quién sabe cuándo: “¡Ay, pero ustedes sí que tienen teatro en Buenos Aires!”.

Seis sketches con susurros y gritos

“Amaos los unos sobre los otros”.

“El sexo es sucio sólo cuando se lo hace bien”.

“Quien niega al porno, niega la mama”.

En las paredes de la sala, hay frases escritas. Sin anteojos, quedo mirando más de lo usual. “Falta ‘da’”, dice alguien sobre mi hombro. Agradezco y sigo sin darme vuelta porque se anuncia que el show, “una experiencia artística con escenas de sexo explícito”, está por comenzar.

En total, serán unos seis sketches en los que los títeres, como actores que son, interpretan más de un papel y en que los manipuladores, además de meter los dedos en las aberturas de las cabezas, sacudir los palitos incrustados en las extremidades y montarse sobre piecitos y manitas, además de susurrar y gritar todas las vocales con la cara, también actúan como personajes.

La creación es colectiva

Cuatro chicas y dos varones que no son pareja pero quizás lo han sido, forman Adentro, un grupo de actores de Medellín, en edad de ser padres o decidir no serlo, que desde marzo de 2009 se juntaron para armar una compañía de manipulación de títeres a la vista, con la sexualidad como bandera y la trasgresión como estrategia.

“Es para diferenciarnos. Nadie piensa que los títeres tengan pene o vagina. Pero los titiriteros, sí”, dice Girlenny Carvajal, graduada en Arte Dramático en la Universidad de Antioquia, además de ingeniera civil, artesana de los muñecos y pata terrenal del grupo autodefinido de “creación colectiva”, invitados por el Festival que finaliza con la Pascua, en una gran confusión festiva de los bogotanos.

Metro y medio de obstinación pelirroja, Carvajal sabe que la cuestión no es inventar sino realzar el packaging. La técnica de manipulación a la vista es la anciana hija del bunraku, el título genérico otorgado al teatro de marionetas japonés. Si bien en sentido estricto debería usarse el término ningyo joruri –ya que ningyo significa muñeco y joruri, recitación o narración–, la palabra bunraku se empezó a utilizar por un señor llamado Uemura Bunrakuken, quien estableció un pequeño teatro de ningyo joruri en Osaka, en 1805, con tanto éxito y permanencia que el apellido del empresario terminó bautizando al antiguo arte de los títeres para adultos, cada uno manipulado por hasta tres hombres de negro.

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